Capítulo 1
«Tu mujer te está poniendo los cuernos, mi querido Pepe, y justo ahora está bramando como puta en el Motel “Marbella de Oriente”, habitación 69, como todos los viernes»
Releí el mensaje de texto por enésima vez, sintiendo un punzante dolor en la parte central de mi vientre como si alguien me hubiese encajado un puñal envenenado y lo estuviese removiendo con saña y placer cada vez que las letras horadaban mis ojos al repasarlas.
¿Thelma en un motel…poniéndome los cuernos?, ¿bramando como puta?... ¿como todos los viernes?
¿Qué carajos era ese mensaje de whatsapp que había aparecido en mi teléfono de buenas a primeras, procedente de un número anónimo con un usuario sin foto de perfil?
«Thelma» la llamé en mi mente «Thelma… tú… no.»
Al cerrar mis ojos pude imaginarla a cuatro patas al borde de una enorme cama King size de un motel barato de paso, con las sábanas revueltas, un cigarrillo de nicotina entre sus dedos, sus zapatos de tacón tirados en el suelo, sus medias negras rasgadas y ceñidas a su prodigiosa piel morena de belleza inmarcesible y las ligas tirantes sobre su carne, tensándose en sus gordos muslos, con su hermoso culo redondeado apuntando al cielo, bamboleándose en círculos, sus enormes y torneadas piernas separadas, su falda enroscada en las caderas enseñando una raja semiabierta, hinchada, florecida, mojada, jugosa, con un fino vello oscuro en forma de raya en la parte del pubis, al estilo brasileño… y su precioso ano, ese que tantas veces había penetrado, dilatado, con una ligera inflamación natural y un tono rojizo tras haber sido perforado.
Con una fuerte opresión en el pecho, vi sus gráciles y redondos pechos aplastados contra una almohada, ocultando sus enormes areolas color canela y sus pezones duros y erectos. Pude atisbar sus lozanos ojos verdes brillando entre la semioscuridad, congestionados, lúbricos, coronados por las espesas y largas pestañas negras que armonizaban su extenso y reluciente cabello tan negro como la obsidiana, y tan largos como sus pecados.
La imaginé con la lengua de fuera, como una gatita hambrienta, producto de la calentura y de la excitación, sus ojos torcidos y su garganta reseca después de tanto gemir y gritar de placer, como hacía siempre que estaba cachonda.
A sus treinta y seis años, Thelma ya tenía un rostro maduro pero con ligeras expresiones de niña traviesa. Su mirada era profunda e impenetrable, como el fondo de un océano en el atlántico, y a su vez era tan poderosa como una bola de acero capaz de derribar murallas fortificadas al parpadear.
«¡Thelma!» le grité con mi mente, concibiéndola en mis silencios con una expresión inasumible de perra en brama, dejándose coger por un hijo de puta al que, por el momento, no podía asignarle un rostro y un nombre, aunque podría ser cualquiera.
¿Quién me la estaba cogiendo?, ¿quién me la estaba agujerando?, ¿desde cuándo?... ¿Por qué? ¡¿quién se estaba comiendo a mi amada esposa?! ¿Quién me había enviado ese mensaje?, ¿su amante?, ¿ella misma?, ¿podía ser posible tanto sadismo y descaro?
No, no y no.
No era posible. Me negaba a pensar que aquellas líneas que aparecían en mi teléfono celular pudieran tener siquiera un deje de verdad. ¡Era absurdo, estúpido y hasta indigno siquiera sopesarlo!
¡No! ¡No! ¡Y no!
Thelma Durán, mi majestuosa y encantadora hembra, Thelma Durán. Mi esposa. Mi amor infinito. Ella no. No después de todos los obstáculos que habíamos tenido que librar para estar juntos. No después de la bandada de cocodrilos que habíamos tenido que pisar para llegar hasta donde estábamos ahora.
Cuando la conocí, muchos años atrás, yo me dedicaba a la obra. Ejercía como albañil de una constructora principalmente erigiendo o reformando departamentos en la Ciudad de Guadalajara, capital del estado de Jalisco, la tercera metrópoli más poblada del país; la región más mexicana de la nación, por ser tierra originaria del tequila, los mariachis, de arte, cultura y, sobre todo, de sus hermosas mujeres.
Thelma era una mujer tapatía, el gentilicio de los nacidos en Guadalajara Jalisco, cuya palabra proviene del náhuatl «tapatiotl» que significa «vale por tres». Y esa tapatía sí que valía por tres; tanto en belleza, poderío e inteligencia.
Thelma siempre me pareció el cliché perfecto de una mujer tapatía; guapa, coqueta, inteligente, de voz seductora y maneras gráciles colmadas de autenticidad. Lo que más destacaba de ella eran sus grandes y preciosos ojos tapatíos, con el color esmeralda nadando entre su iris, y las espesas, largas y gruesas pestañas negras aureolando su mirada.
Cuentan las leyendas urbanas que muchos estilistas de renombre, y grandes empresas de cosméticos del mundo, prueban sus productos con mujeres tapatías por tener esos ojos tan rotundos y particulares que las convierten en el mejor objeto de enigma y estudio.
El mestizaje es el culpable de tales aspectos fisiológicos, dando como resultado a una especie humana incomparable, tanto en belleza como en valores humanos.
Thelma, pues, era una deidad divina, que apareció en mi vida en el momento preciso.
Mis aspiraciones siempre fueron las de ser un exitoso arquitecto, pero, tras la muerte de mis padres, tuve que hacerme cargo de mi hermano Daniel, quien era siete años menor que yo.
Como una promesa a mi madre, fallecida por cáncer de páncreas, le di la carrera de abogacía y yo me resigné a continuar como constructor (ahora ya tengo mi propia constructora y me desempeño como contratista) donde, por suerte, ganaba lo suficiente tanto para sostener a mi hermano como a mí.
—Cuida mucho a Dani por mí, Pepe, por favor —recuerdo las palabras de mamá en su lecho de muerte, justo cuando Mictlantecuhtli, el dios azteca, rey del Mictlán, la abrazaba en su regazo—, y hazlo un hombre de bien.
Y vaya si cumplí con la voluntad de mi viejecita a cabalidad. Siempre he sido un hombre de palabra. A lo mejor no he sido monedita de oro para caerle bien a todos, ni mi conducta ha sido intachable, pero he sido fiel a mis principios y me considero un tipo leal.
Siempre fui un todólogo, pues además de la construcción, también me desempeñaba como electricista, fontanero y pintor. Incluso le hacía a la mecánica automotriz, a la jardinería y a la herrería.
Mis tiempos libres (que sólo se reducían a los domingos) los dedicaba a las carreras de motos (conservaba con cariño una motocicleta de alto cilindraje que había pertenecido a mi padre, de esas máquinas poderosas que ya no hacen en la actualidad), y al fútbol, mi segunda pasión después del motocross; mi equipo favorito de México; las Chivas del Guadalajara, por supuesto; de Sudamérica el Boca, y, del europeo, Real Madrid y Barcelona (sé que es imposible que puedas ser aficionado de los dos, pero así están las cosas).
Como por cosa del destino, un día el dueño de la compañía para la que trabajaba me envió, junto a una cuadrilla de trabajadores, a la mansión del famoso magistrado Edmundo Durán, donde debíamos de cambiar todo el viejo vitropiso de madera de su casa por uno de cerámica fina.
Y allí conocí a Thelma, la unigénita y caprichosa hija del magistrado Durán, que para entonces estaba ejerciendo ya su primer año como abogada.
Como toda una litigante, Thelma era dueña de dotes innegables de presencia, elegancia y sublimidad. Era guapísima (y al paso de los años lo fue aún más) de algunos 1.73 de estatura, piel bronceada natural, cabellos largos y oscuros repartidos por sus costados, con un culo de asombrosa gama que podía presumir muy bien con la ropa ejecutiva y ajustada que solía portar, sobresaliendo en ella un par de melones de carne que se meneaban debajo de sus blusitas como si lo hiciesen por voluntad.
Como dije antes, su insondable mirada esmeralda me arrobó desde el primer día que la miré; la oí llegar a la casona por su sensual taconeo que sólo una diosa como ella era capaz de emitir al andar.
Yo estaba de rodillas en el suelo pegando piso cuando Thelma se apareció; ella gloriosa y yo ridículamente empolvado de arriba abajo, con una camisa de tirantes cuyos brazos bien formados rápidamente llamaron la atención de la sensual mujer, quien apenas me miró se mordió el mullido y húmedo labio inferior, sin decir nada.
—Buen día —dije con la estúpida esperanza de que ella me respondiera mi saludo. Pero no lo hizo, se quedó en silencio. Me miró de soslayo y se mordió otra vez su labio inferior.
Ese sexy ademán me impulsó a tener deseos impropios de comerle la boca. Sus carnosos labios lucían apetitosos, como frambuesas frescas, casi siempre pintados con labial carmesí, y lucían miríficos cuando le tocaba sonreír, que no era habitual por su apariencia indócil e intransigente.
No obstante, esa tarde apenas si me sonrió, y con un torpe asentimiento de admiración la vi subir las escaleras mientras mis ojos se embobaban en ese par de nalgas potentes, respingadas, esféricas y carnosas atrapadas debajo de una mini falda negra de sastre que chocaba una contra la otra mientras ascendía por los rellanos.
Fantaseé con lo que sería tener mi boca metida debajo de esa faldita comiéndome un coño que, sin siquiera conocerlo, lo imaginé caliente, carnudo y húmedo, como sus labios.
Si de por sí yo siempre fui un tipo trabajador, saber que por las tardes la señorita Thelma aparecía en la mansión tras su jornada laboral, fue un aliciente para ir todos los días con entusiasmo y vigor.
Thelma siempre fue una chica muy coqueta y atrevida; su fuerte carácter, forjado por un magistrado (su madre había muerto hacía muchos años atrás) la convirtió en una mujer segura de sí misma y capaz de tomar al toro por los cuernos. Eso sí; era bastante caprichosa, mandona y le gustaba tener el control de todas las cosas a su alrededor.
Puesto que su padre solía estar todo el día en el tribunal, su ausencia me daba pie a merodear por toda la casona en busca de pillar a la sexy y deliciosa joven abogada en algún episodio que me pudiera impulsar a decirle lo guapa que era.
—Quédate quieto, Pepe —solía decirme mi compañero Chava, de mi edad, aunque más flaco y chaparro. Era una especie de Pepe grillo, y solía hacer las veces de mi conciencia—. Esas niñas fresas pueden llegar a ser muy crueles con los lanzados como tú. Para ellas solo somos simples criados que no valemos un solo centavo. Jamás te hagas ilusiones con una muchacha de esas, todas elegatiozas, bien leídas y escribidas. Nosotros solo somos albañiles que andábamos a gatas y siempre con las manos sucias y la ropa mugrosa. Ellas, en cambio, siempre andan limpias, con sus cuerpos hidratados y perfumes de la mejor calidad. No, Pepe. Si es ilusión que se te borre. Las niñas fresas como esa Thelma no son para nosotros. Menos esa, que tiene toda la pinta de ser bastante engreída.
Me gustaba escucharlo, porque era sincero. Éramos amigos. Me protegía de mis impulsos más primitivos. Aunque yo no compartía su opinión.
—Aunque no me lo creas, Chava, a mí gustaría domar a una niña fresa y engreída como ella —reconocí—. Me gustan los retos. Ya verás que cuando menos acuerdes, ella ya me habrá dedicado un «Hola».
—No mamar, cabrón, si la otra vez ni siquiera te devolvió el saludo.
—A lo mejor no me escuchó —me encogí de hombros.
—O a lo mejor simplemente le valiste verga.
—Pues si fue esto último, con mayor razón me tendrá que hablar. Aborrezco a las niñitas arrogantes como la tal Thelma que se creen superiores a uno y se piensan bordadas por Dios.
—Tú sabrás, Pepe, pero si te llevas una caída de culo no quiero que estés chingando luego conmigo.
A los pocos días la niña fresa se dirigió a mí, como le había prometido a Chava; el problema fue que sus palabras no fueron exactamente las que esperaba. Lo hizo mientras yo me hallaba pegando piso en el despacho de su padre: escuché el sensual taconeo de sus zapatos y luego su enorme figura curvilínea posarse delante de mí, en tanto yo permanecía de rodillas: «A ver tú, sí tú, el de camisa blanca sin mangas; te agradecería encarecidamente que cuando subas a mi cuarto te sacudas la ropa antes de entrar, que me has dejado todo el piso empolvado y se han ensuciado algunas de mis faldas cuando la lavandera me las llevaba a mi armario.»
La cabeza se me puso caliente y sentí un retorcijón en la panza. Varios compañeros, entre ellos mi amigo Chava, oyeron la reprimenda. Casi todos se rieron a mis costillas, excepto Chava.
—Dispense, señorita —dije con las mejillas rojas por la vergüenza y con el polvo entrándome a la boca cuando hablé—. Le prometo que no volverá a pasar.
Ella no dijo ni un «gracias» o «adiós», sino que la cabrona insolente me miró con las cejas levantadas de forma despreciativa, y luego se marchó. Lo único que obtuve fueron las burlas de mis compañeros que se regodeaban en mi bochornoso episodio. Mientras tanto, Chava se cruzó de brazos y me dijo, recordándome sus advertencias:
—¿Te lo dije o no, Pepe? Pero tú no entiendes, chingado.
—Pinche niñita rica presumida castrosa —me deslengüé cuando la caprichosa esa se marchó—; esas se creen que nos pueden humillar nada más porque nacieron en cuna de oro y uno entre la mierda: «se han ensuciado algunas de mis faldas por el polvo» —la arremedé simulando una voz fina como la de Thelma—. Vieja canija, lo que tiene de buena lo tiene de presumida, pedante y caprichosa.
—Pues tiene razón, cabrón —me contradijo Chava—: tú no tienes nada qué hacer cerca de su cuarto cuando el corte del piso lo llevamos aquí abajo, no allá arriba.
—«Se me han ensuciado algunas faldas por el polvo» —volví arremedarla, con la bilis caldeando en mi garganta. Con lo que aborrecía a las niñas fresas hijas de papi que gustaban de humillar a los demás por su posición social—. Un día, Chavita, verás que no solo le ensuciaré sus putas faldas con polvo, sino con lefa; y también su carita, su culo y su coño. La dejaré tan enlechada, que parecerá un contenedor de productos lácteos.
—No mames, Pepe —se burló un Chava descreído, destornillándose de risa—. Esa primero te refunde en la cárcel antes de dejar que le toques un pelo.
—Ya lo veremos —me impuse un nuevo reto.
Me sentía capaz de hacerlo. Por ser un tipo deportista, y con trabajo pesado, podía presumir de una figura atlética que era atractiva para las mujeres.
—¡Ya te dije, Chava! —reiteré mi promesa—. Es más; esa presumida castrosa no sólo quedará enlechada como útero de vaca, sino también enamorada de mí por las cogidotas que le voy a poner. O me dejo de llamar José Luis Fernández, chingada madre.
El resto de los días no me podía sacar a esa presumida castrosa de mi cabeza, quien solía pavonearse por todos lados (moviendo las nalgadas de aquí para allá) como si supiera lo mal que le hacía a mi fierro tenerla cerca. Era tan hermosa, la canija, que ufff. Encima, la muy cabrona solía vestir de manera ejecutiva pero con ese sensual aire a esas actrices porno de brazzers que tienen inmerso en su vestir, andar y actuar el deseo de querer comerse una buena verga a la mayor oportunidad.
Me enteré por la servidumbre que Thelma trabajaba en un despacho jurídico que había montado con algunos compañeros de generación, y que ella se desempeñaba en el área de lo familiar. Descubrí que estaba comprometida con un tal Jaime Quintana (también socio del despacho), y que en ese momento estaba cursando una maestría en Derecho civil.
«Valiendo pito; así que está comprometida.»
Mis días se volvieron más interesantes en la mansión del magistrado cuando fui designado (casi como un favor que le pedí al patrón) a cambiar el piso de la habitación de la sexy abogada (que por cierto, su cuarto era más grande que el apartamento entero donde vivíamos mi hermano Daniel y yo).
Allí fue donde comencé a cruzar mis primeras palabras con ella fuera del regaño público que me había ofrecido la última vez que la vi. Cuando Thelma llegaba del despacho se dirigía inmediatamente a su cuarto, donde yo ya me hallaba en mis labores.
Solía saludarla con frases tan sencillas como «hola, señorita, buenas tardes», «buen día, señorita, espero no ensuciar mucho su habitación» pero que para mí era como si le estuviera proponiendo tirármela, aun si ella sólo respondía con escuetos asentimientos y monosílabos indiferentes.
Lo que me sorprendió fue que de vez en cuando la descubría recostada en un sofá en el rincón de su cuarto, leyendo libros de no sé qué madres, mientras observaba mis brazos de soslayo. Puesto que se volvió fiel admiradora de mis bíceps, yo no dudé ni un poco en usar camisas sin mangas. La verdad es que en esa época yo no estaba de mal ver; tenía un cuerpo robusto, piel morena, y una polla con las proporciones precisas que suelen volver locas a las mujeres.
Y debo decir que mi cuerpo no era de talla de modelo, ni definido ni escultural, pues yo tragaba de todo, tacos, tortas ahogadas, grasas, birotes, en fin. Y de hecho bebía bastante cerveza y no cuidaba nada mi aspecto físico como otros niñitos pijos: y, no obstante, reitero que mi cuerpo tenía una constitución muscular natural producto a mis deportes y el trabajo pesado como albañil.
Entonces, sucedió que el día menos esperado ella me dirigió la palabra por primera vez. Puesto que no estaba acostumbrado a que ella me hablara en absoluto, tardé en darme cuenta de que se dirigía a mí cuando me dijo:
—Oye, tú, ¿esos brazos los ejercitas en el gimnasio?
Levanté la mirada cuando todo mi entorno quedó en silencio. La miré con cuidado y descubrí que estaba descalza, en su sofá de lectura, y sus ojos verdes clavados en los míos. Temblé de arriba abajo y tragando saliva suspiré, intentando difuminar de mi rostro la cara de imbécil que debí de poner.
—No, señorita —me sinceré, poniéndome de pie—, todo es cosa del trabajo pesado de mi oficio.
—Ah —murmuró mordiéndose el labio inferior, frunciendo sus labios carnosos—, a ver, ven, quiero tocarte. Luego luego se siente cuando se meten anabólicos en el cuerpo.
La sangre me hirvió de inmediato y los latidos de mi pecho se hicieron constantes.
—Le juro que mis bíceps son naturales, señorita.
—Eso lo veremos. Ven, muchacho, acércate.
Cuando me propuso aquella locura sentí que mi miembro se endurecía debajo del pantalón. Ese día Thelma llevaba puesta una blusa blanca sin sostén, a juzgar por el cómo se trasparentaban y marcaban sus rígidos pezones, en tanto sus redondas y turgentes tetas se estrujaban debajo de la tela, que le descubría un vientre plano y un obligo bien formadito.
El microshort que dejaba a la vista sus gordas piernas bronceadas no fue un desperdicio a la vista. Volví a temblar y se me escalofrió todo el cuerpo.
—Por cierto, me llamo Pepe —le dije nervioso cuando me acerqué a ella de manera torpe—, bueno, José Luis Fernández, pero todos me dicen Pepe.
A Thelma le valió un reverendo pito cómo me llamaba. Ella no sabía mi nombre, y era probable que jamás se lo aprendiera de memoria. En cambio, qué tan pendejo andaba estaba yo por ella que hasta me había aprendido su nombre y sus apelativos; Thelma Abigaíl Durán Di Monte. Aquella belleza de hembra se sentó en el borde del sofá con un ligero movimiento, provocando que sus grandiosas ubres se removieran debajo de la blusa, poniéndosele las puntas de sus pezones más hiniestas que antes, y me dijo:
—Bien, Pepe, inclínate y enséñame tus brazos.
Sintiendo que los huevos se me subían a la garganta vi cómo ella se relamía sus carnosos labios y pronto sentí sus dos pequeñas y cálidas manos apretando mis bíceps. Finalmente, sus coquetas uñas largas y arregladas acariciaron mi piel, y suspiró fascinada.
—Ufff, por Dios —me dijo con una sonrisa lasciva, enseñándome su blanca y alineada dentadura—. Pero si son súper duros y gruesos
Casi estuve tentado a decirle que más duro y grueso tenía mi rabo en ese mismo momento, el cual me urgía a retacárselo en su boquita feladora para que se lo comiera hasta hacerme correr sobre su cara; pero me concentré en mirar sus preciosos senos, que por poco me parecía que explotarían debajo de esa diáfana blusita.
—No seas tan mirón, Pepe, que se te van a salir los ojos —me sonrió divertida, refiriéndose a mi astuta mirada sobre sus tetas.
—Perdone, señorita, pero me preguntaba si…
—Naturales, Pepe, mis senos son tremendamente naturales —respondió ella solita a mi cuestionamiento—; y no te hagas el listo, que yo no ofrezco que me los agarres porque eso ya rayaría en lo absurdo, y te cortaría las manos con una sierra si lo intentaras sin mi permiso. Además, tengo novio, y estoy comprometida. Pero bueno, sólo tenía curiosidad. Ahora anda, Pepe, vuelve a tu trabajo, que te queda mucho por hacer y tampoco quiero que me ensucies.
Y yo no entendía cómo habíamos pasado de no hablarnos para nada a estar hablando sobre sus tetas.
—Con su permiso, señorita —contesté, sudoroso.
Dicho esto, dejándome empalmado, Thelma se puso de pie, indiferente, se quitó el short en mi delante, tirándolo junto a donde yo me había puesto de nuevo de rodillas, y, quedando en una tanga de hilo fino que le partía su enorme culo por mitad, se metió a la ducha, y yo, caliente, con la verga a punto de reventar, casi estuve tentando a echarle mordidas a las paredes.
—Hija de puta calienta huevos —susurré furioso sintiendo que el pene explotaría dentro de mi bóxer.
Su actitud lujuriosa y controladora me calentó y me sacó de quicio en partes iguales. El contacto de sus uñas con mis bíceps, aunado a nuestra extraña conversación, me dejó tan cachondo que tuve ganas de entrar allí dentro y follármela en todas las posiciones habidas y por haber. ¿Quién se creía que era esta cabrona presumida castrosa para tratarme como su puto juguete?, ¿creía que podía encender el boiler sin meterse a bañar? No lo hice por respeto, por ser hija de quien era, porque estaba comprometida, y porque, después de todo, Thelma era abogada y con cualquier causal me podría refundir en la cárcel y hasta condenarme a la pena capital si se le daba la gana.
—¡Mierda!
A lo mejor me estaba poniendo a prueba. O a lo mejor se divertía a mi costa al ser una calienta pollas; esto último lo deduje cuando a los minutos de encerrarse en la bañera la escuché jadeando, gimiendo… y luego casi gritando de placer con descaro y desvergüenza en medio de chapoteos y pujiditos que me dejaron atónito y con una fiebre amenazante, ¡la muy calentona se estaba masturbando, sabedora de que yo me encontraba afuera escuchándola, con el fierro más duro que una espada medieval!
«¡Ahhh! ¡Hmmm! ¡Ahhh!» gemidos claros, contundentes, femeninos, eróticos.
—¡Valiendo madre! —exclamé con el pene a punto de explotarme—, ¡pinche vieja calienta huevos!
Esa tarde tuve que ir corriendo a los baños del servicio de la primera planta, donde me bajé la bragueta, me saqué la polla y me masturbé hasta que exploté en lo que parecieron miles de litros de semen.
A partir de ese incidente, cada mañana me encontraba con su habitación vacía, pues era su hora laboral, y sobre la cama a diario me hallaba sostenes, tangas, bragas, pantimedias, ligueros y demás lencería que, por su sensual olor, deducía que se los había puesto el día anterior.
El aroma a sexo y las manchas húmedas que permanecían en sus bragas me volvían loco. Me pajeaba con ellas y me las llevaba a mi casa para restregar en mi nariz su aroma a hembra en celo durante las noches mientras me masturbaba, pues comprendí que lo hacía a propósito, para incitarme, aunque no lograba entender qué placer le producía a una mujer comprometida como ella y de su clase poner caliente a un simple albañil como yo que había retrasado sus trabajos en esa habitación sólo para prologar las excusas de estar allí por las tardes cerca de sí.
—Cabrona niña rica… te voy a coger, calentona… un día de estos te la voy a meter —me prometí rabiando.
Cada vez Thelma era más descarada. Sin decirme nada se quitaba su falda y blusa, quedando en lencería delante de mí. Entonces se paseaba de un lado a otro exhibiéndose, con el culo bamboleante, con sus pechos rebotando de arriba abajo, hablando por teléfono con su novio o con sus amigas, enseñándome el perro culazo que se cargaba, el cual fantaseaba con cachetear hasta dejarlo rojo, aunado a ese par de redondos melones de carne que a duras penas resistían ocultas en los pequeños sostenes con detalles de encajes que portaba.
Sí, esa mujer era tremendamente cachonda y perversa. Y muy hija de puta, si se me permite decirlo.
—Pepe, mira que eres un tonto y descuidado, me has ensuciado mi empeine —me dijo un día en que sacudí mi playera y el polvo al parecer llegó a los preciosos pies de la abogada, que los tenía cruzados en el suelo mientras leía, tumbada en su sofá—: ven y límpiamelos, pero ya.
Ese castigo fue mi mejor placer. Ni lento ni perezoso me arrastré hasta sus pies, y con mis manos sucias sobé su tersa piel. Mis palmas eran ásperas, rasposas (seguro muy diferentes a la clase de hombres finolis con los que ella estaba acostumbrada a tratar, incluido su prometido) y vi cómo ese hermoso manjar se estremecía de arriba abajo cuando palpé su empeine empolvado de su pie izquierdo, profiriendo un «Auuufff» que me la puso como un mástil.
En contraparte a mis manos rugosas, su piel era tan suave que parecía de seda y algodón. En breve me empalmé y mi corazón palpitó a mil por hora mientras acariciaba sus suaves dedos pintados con colores cristalinos. Al ver que no me rechazaba, (y con la calentura que me estaba carbonizando por dentro) me dije que tenía luz verde para ir un paso más allá y continuar ahora con ambas manos frotándola, suavemente, haciéndola estremecer.
«Oufff» gimió de nuevo.
Si mis estimulaciones conseguían apremiarme, estuve seguro que terminaríamos como en una de esas escenas porno donde un masaje lleva a lo demás… hasta que la mujer termina ensartada por el masajista.
«Se vale soñar, Pepe» me alenté.
Su piel era tersa y humectada, y el contacto de mis manos sucias y agrestes con sus exquisitos pies nos calentó a ambos, estoy completamente seguro, sobre todo por el ritmo acelerado de sus respiraciones, por la forma en que sus pezones oscuros se marcaron en su brassier de encajes y por el cómo su piel se había escalofriado de repente, poniéndosele como de gallina.
Sin embargo, antes de que Thelma pudiera proferir otro gemido, respiró hondo, de forma imprevista, recogió sus piernas y me pidió que me alejara de ella:
—Te pedí que me limpiaras el empeine, no que me acariciaras los pies, atrevido —me reprendió fríamente, quedándome como imbécil, sin saber qué hacer o decir, allí, de rodillas, delante de ella, como siempre, mirándola embobado—, además tus manos están sucias, ¡me has dejado más empolvada que antes! Eres un vulgar y descuidado. Quítate de ahí, Pepe, que me iré a bañar.
—Disculpe, señorita, no fue intención…
—Aún lado, te dije.
Echándome hacia atrás, vi cómo ella se levantaba, visiblemente afectada, para luego encerrarse en la ducha y bañarse. No obstante, al pasar los minutos, de nueva cuenta la escuché gimotear, seguramente mientras jugaba con su coñito introduciéndose sus dedos, recordando las caricias procaces que le había hecho en sus pies un vulgar albañil.
«¿Vas de digna, cabrona, me calientas, me humillas, y luego te metes a la bañera a masturbarte? ¡Serás castrosa! Pero ya lo verás.»
Esos eventos sucedían frecuentemente, y la colección de bragas usadas que dejaba por las mañanas sobre su cama para que yo las robara, antes de que las sirvientas asearan la habitación, se hizo más extensa en el armario del cuarto de mi apartamento, hasta el grado de que mi hermano Daniel un día las descubrió y me preguntó entre bromas sobre mi nueva faceta de travestismo.
—Qué diría nuestra madre si descubriera que su querido Pepe por las noches se convierte en Pepa —se burló mi hermano ese día.
Y, entre carcajadas, no tuve más remedio que contarle el origen de tales prendas.
—Si vieras lo buena que está esa hembra, Dani, te mueres. Pero te juro, bro, así como se lo prometí a Chava, que a esa hembra de culazo potente me la culeo porque me la culeo. Se ha portado tan castrosa conmigo que nada me dará más gusto que llevármela a la cama.
—Suerte con ello, semental —me sonrió Daniel con escepticismo. Mi hermano, aunque se parecía bastante a mí (con la salvedad de que él era mucho más afilado en sus facciones y sus ojos aún más claros que los míos) carecía de toda la rudeza, rebeldía y fragosidad que me caracterizaba, aunque fuera bastante apuesto—. Pero, por favor, Pepe, no le faltes al respeto, porque tú mismo me has enseñado siempre que una dama, se comporte como se comporte, sea como sea, jamás deja de ser una dama.
—Lo sé, Dani, y me alegra que tengas presente siempre mis consejos.
Daniel si era educado, elocuente, fino, culto, de modales afectados, y era mi orgullo, a diferencia de mí, que era todo lo contrario, un tipo analfabeta, rústico y majadero que, pese a todo, tenía un buen corazón.
Mi objetivo siempre fue que Dani obtuviera todo eso que yo, por la pobreza, no había conseguido, y eso me honraba. No obstante, el que persevera alcanza, y mi hermano lo había alcanzado.
Yo también perseveré, pues a pesar de cómo inició mi relación con Thelma, hubo un detonante que lo cambió todo.
Y mientras recordaba cómo es que la había conocido… ahora ella, en calidad de esposa infiel, según lo que decía ese mensaje de texto, ahora ella estaba encerrada en un motel de paso, culeando irremediablemente con otro hombre que no era yo.
Lo peor… el día de nuestro aniversario de bodas.